El alimento, una bolsa, vapor. Eso es todo, o casi, lo que necesita la cocina al vacío: su resultado final es mayor limpieza, más seguridad, mayor conservación y sabores más intensos. Pero hay un pero: el riesgo de las temperaturas es una cocina de baja temperatura que requiere un proceso de enfriado rápido de pasteurización o una doble cocción para asegurar que los microorganismos quedan eliminados. No todo podía ser perfecto. El cuidado higiénico durante el proceso debe ser, además, muy alto. Por otro lado, otro efecto positivo es que la cocción en el corazón del producto es más exacta y al hacerse en su propio juego, se pierden menos nutrientes y propiedades.
Podemos resumir la cocina al vacío en dos tipos de cocciones: indirecta e inmediata. En el primer caso, que sirve para prolongar la vida del producto y mantener de la mejor manera sus propiedades, se debe realizar una cocción a baja temperatura y durante un periodo largo de tiempo de unos 65º como mínimo para conseguir la higienización del producto e inferior de 70º para evitar pérdidas de jugosidad. El vacío debe realizarse al 99% para asegurar la mayor longevidad de los productos cocinados. Esta técnica de cocción reblandece productos duros. Requiere un análisis del tipo de producto para saber combinar las variables tiempo/temperatura. Tras la cocción, es necesaria una bajada inmediata a 3º de la temperatura del producto, en un abatidor, en menos de 60 minutos. La regeneración para la segunda cocción se realizará al baño María a 65º durante 20 minutos, para acabar el producto con la doble cocción: marcándolo.
La cocción inmediata está menos explorada, pero su fin último es conseguir el mejor punto de un alimento con el fin de potenciar sus propiedades, reduciendo la acción sobre el producto de la temperatura. Es muy aconsejable para productos con puntos de cocción muy exactos y suaves. Es necesario poco volumen de producto, tiempos de entre 10 y 12 minutos a 50º o 55º (caso de un pescado) que permita alcanzar 45º en el corazón del producto, y trabajar con un 99% de vacio para que no se cree una bolsa de oxígeno que impida la entrada de temperatura al producto. En este caso, no hay conservación, sino que se termina la elaboración del producto tras la cocción inmediata. Al no haber temperatura de pasteurización, se deben consumir inmediatamente para evitar la multiplicación de bacterias y tener productos frescos y de primera calidad. En cualquier caso, la combinación recomendada para evitar riesgos es una doble cocción que permita la reacción de Maillard y caramelice el exterior del producto, asegurando con la mayor temperatura la ingesta segura de la elaboración.
En la demostración de la Escuela de Hostelería, llevada a cabo por Juan Orellana, vimos la realización de tres platos siguiendo estas técnicas: la parrillada de verduras, pechuga de pavo con mango y aceitunas negras y crema catalana aérea.
Capitán Cook(ing)
martes, 26 de marzo de 2013
domingo, 18 de noviembre de 2012
Salida a la fábrica de queso artesanal Los Balanchares. “Todos los quesos, el queso”.
A la llegada a la fábrica de los Balanchares, en el pie del
bello risco de Zuheros, se pueden encontrar los productos acabados, como
contando una historia por el final: la de los quesos producidos en la fábrica
que encubre la tienda de la entrada. En ella son protagonistas los productos
allí realizados, los quesos semicurados, curados, aromatizados, de cabra, de
oveja, medianos, pequeños, en aceite, al vacío…pero también quesos de otras
partes de Europa. Todos los quesos, el queso, como producto indiscutible de la
buena cocina, y como producto de cultura, están allí.
Dos cicerones explican todos los secretos de la leche, el
cuajo y el suero, componentes tan conocidos como ignorados los secretos que
esconden. El primero es José Cubero, quien habla de la producción. Cuenta cómo,
tras ordeñar las cabras (es la leche que domina en la zona de Zuheros), se
produce el filtrado y el enfriamiento de la misma, y con él su reserva durante
24 horas. Al día siguiente, llega a la fábrica. La leche se mantiene en tanques
donde se analiza su acidez, que orienta sobre su situación bacteriológica, y se
realiza el control de calidad para comprobar que no contenga antibióticos. Esa
leche cruda se mantiene a menos de 5º.
Una vez en la planta se produce el pasteurizado de la leche,
un tratamiento térmico que elimina las bacterias y asegura el consumo humano
sin riesgos. Según Cubero “no interesa una pasteurización demasiado alta para
no matar microorganismos que ayudan luego en el proceso de maduración y son
buenos para el queso. Por eso, la leche se lleva a 73º durante 22 segundos.
El siguiente paso es la entrada en las cubas de cuajado,
donde se añaden fermentos, calcio y cuajo, y la leche coge entonces una
consistencia sólida en una especie de dados. Se separa así del suero. Para que
coagule, se mantiene la leche a unos 30º centígrados. Ese suero se compone de
agua y de otras partes de la leche que se pierden en la transformación, como
los azúcares. Es necesario aclarar que el cuajo es una enzima de origen animal
que se localiza en el estómago de los rumiantes y que llegan a la fábrica con
certificados de análisis.
Una vez cuajado y separado del suero, en el proceso
denominado “grano”, una cuchilla corta la leche cuajada y se incorpora a moldes
en los que se suma al preparado agua con sal, esa salmuera se añade dependiendo
del punto que se quiera conseguir con el queso y de su tamaño, después de pasar
por una prensa. Del suero que se ha separado de la mezcla se extrae
posteriormente el requesón, aunque “son necesarios 33 litros de suero para
un quilo de requesón”, calcula Cubero. Respecto a la cantidad de leche, para el
caso de la cabra, para un semicurado con un mes de maduración, se necesitan 7 litros de leche. Más
cantidad en caso de queso de vaca y menos en los de oveja, dado que la leche de
este animal es la más rica en nutrientes.
También aclara Cubero sobre los formatos de los quesos: “El
formato más grande pierde menos humedad y sirve para quesos más maduros; el
formato pequeño es para semis o quesos frescos”. En los Balanchares el formato
pequeño tiene un proceso de fabricación automatizado, mientras que los formatos
grandes siguen técnicas manuales: se maja, se quita el suero, se prensa, se
añade salmuera y se deja madurar.
Ya en el proceso de maduración, donde la humedad y la
temperatura van cambiando según el momento en que se encuentre el queso, se
añaden pimienta, pimentón, finas hierbas o carbón vegetal, según cuál sea el
queso. El queso más pequeño pasa por una maduración de 15 días a unos 12º y 75
por ciento de humedad, pasado a un 85 por ciento cuando empieza a secarse.
El queso a las finas hierbas, con romero y tomillo, lleva
una capa previa de aceite de oliva y se envasa al vacío para detener la
maduración. El éxito de todo este proceso, que ha puesto en el mapa de los
quesos a Zuheros, lo muestran los clientes a los que distribuye los
Balanchares: Aldi, El Corte Inglés, Hipercor, Lidl, y clientes de Alemania y
Estados Unidos.
El segundo de los cicerones realiza un paseo gustativo, a
través de una cata, por los quesos de Zuheros, pero también por muchos quesos
famosos del mundo. Entre el queso fresco, el semicurado, el de oveja y la torta
que analiza, habla de parmiggianos y grana padanos, mozzarelas, chedar, goudas,
idiazábal, gorgonzolas, cabrales, chêvres…un paseo por Europa a través del
queso.
Se trata de José Ángel Serrano, quien contextualiza la
historia del queso de cabra en Andalucía. Explica la inexistencia de quesos de
vaca por uso de esta leche como bebida exclusivamente, frente a la costumbre
del norte de España. Por eso, la cabra es más común para la fabricación del
queso en Andalucía, aunque siempre asociado a la subsistencia de la gente más
pobre. Se justifica en la menor necesidad de alimento de este animal, y del
riesgo de enfermedades que conllevaba la convivencia con él. “Por eso, siempre
se ha considerado de bajo estatus social, no como ocurre en Francia, donde
tiene mejor prensa. Ahora, gracias a la restauración y al mayor interés por
descubrir y revalorizar ciertos alimentos, se ha redescubierto este producto”,
dice Serrano. El queso de cabra, en Andalucía, siempre ha sido artesanal. Los
Balanchares es el primer ejemplo de industria del queso de cabra.
Para empezar la cata, Serrano recomienda comer con las manos
“porque el tacto incluye mucha información sobre el queso”. El primero que se
valora es un queso fresco de leche pasteurizada. Recuerda Serrano que no se
puede comercializar antes de 60 días de maduración, salvo que el queso esté
pasteurizado. “Si no fuera así, tendría más calidad y cremosidad, y sería un
poco picante, porque esa es una característica habitual del queso de leche
cruda”. De este queso destaca la sal, porque actúa de conservante necesario.
De ahí, se pasa a un queso a las finas hierbas, más cremoso
y textura de clara de huevo, que recomienda comer con mango o frambuesa como
perfecto maridaje, o con miel o pan. Tiene un toque ligeramente ácido, dado que
se coagula la leche por acidificación gracias al trabajo de una bacteria que
transforma la lactosa en ácido láctico. Este queso es un semicurado, y Serrano
recomienda su consumo a 17º centígrados.
El tercer queso de la cata es de leche de cabra terminada
(entre cruda y pasteurizada) y tiene ojos producidos por la fermentación. “Si
es natural, es brillante”, aclara el cicerone. La leche de cabra es más ácida
que la de oveja, recuerda Serrano, y explica que “la leche de vaca y oveja es
ideal para cuajadas, mientras que la de cabra es mejor para yogures”. En este
punto, hace una puntualización, un secreto de buen conocedor: “El cuajo animal
tiende a picar, por lo que si se nota en un queso joven que pica, estamos ante
un engaño”. El queso que se prueba en esta ocasión perdura mucho más en la boca
y tiene un color marfil.
El siguiente es un queso de oveja (la leche para este
producto la facilita Covap). Aclara Serrano que la grasilla de este queso
muestra que está a la temperatura óptima para probar. “Da olor a torrefactos
como el toffe y el café”. Se trata de un queso con más de diez meses de
maduración, un curado. “Se nota que es un queso que no da el repunte ácido de
la cabra”. Su color es amarillento, casi anaranjado porque la alimentación de
la oveja tiene caroteno, y este pasa a la leche, mientras que la cabra no
metaboliza el caroteno, por lo que la pasta de su leche es más blanca.
El último queso es una crema brillante se pega al tacto. Es
una torta extremeña, de Barros. Su olor es intenso, “a establo”, sugiere
Serrano, y tiene un tono a animal, más amargo. Se hace por descomposición de la
proteína por cuajo vegetal obtenido de los pistilos del cardo. Se descompone la
proteína de leche de oveja merina por el calor.
Una vez acabada la cata de quesos, Serrano se demora al hilo
de las preguntas hablando de todos los quesos, del queso, de su cultura, su
fabricación y su interés para la cocina.
lunes, 12 de noviembre de 2012
Visita a Núñez de Prado. "Dejemos hablar al aceite".
Francisco Núnez de Prado gestiona y dirige un lugar de otro
tiempo. El molino Santa Lucía, origen de los aceites que llevan el nombre de su
familia, produce de forma tradicional uno de los aceites con más premios (15
entre 1987 y 1997 como el Medalla Expoliva, la cata internacional de El País y
la revista internacional Á la
Carte) y de los pocos que a la tradición añaden ecología,
dado que su materia prima, las aceitunas picual y picuda, proceden de 70 hectáreas de la D.O. de Baena que dan un
aceite “en el que no se puede encontrar contaminación ni siquiera en partes por
millón”, aclara Núñez de Prado.
El origen de esta marca, cuya presencia en el mercado
español apenas alcanza el 5 por ciento de su producción,dado que la mayor parte
se exporta, se remonta a la Ley
de Desamortización de 1798 de Godoy y Carlos III, cuando se decretó una
nacionalización de tierras en manos muertas, la alta nobleza y el clero, que
pasó a manos de una nobleza media más productiva y emprendedora. Es en esa
época en la que, según cuenta este diplomático de carrera, su familia abandonó
su tierra de origen, La Rioja,
para llegar a Andalucía.
Núñez de Prado tiene un discurso saltarín y poliédrico del
que emanan a la vez la historia, la técnica, la maquinaria, la gastronomía, los
viajes y las tradiciones enlazándose, como en un olivo, a un tronco principal:
el de la historia de su familia y, con ella, la fabricación del aceite que
lleva por marca su apellido. Esta rareza empresarial, tradicional y ecológica,
familiar y global, está, sin embargo, lejana a las nuevas tendencias del
marketing, quizá por su posición destacada dentro de un mercado tan
especializado como el de los productos ecológicos.
“No nos gusta hablar de nosotros”, dice Núñez de Prado
cuando se le pregunta por folletos informativos, publicidad o incluso la web.
Sin embargo, acepta el reto de hablar de su negocio por una “responsabilidad de
enseñar sobre el aceite”. Para empezar, aclara que “no hablamos de una bebida,
sino de un condimento cuyo uso es el de resaltar los alimentos”. Con este,
empieza a aclarar malentendidos sobre el aceite a lo largo de esa conversación
en espiral.
Habla de la cantidad de antioxidantes del aceite, que lo
lleva a ser muy utilizado en la industria de la cosmética “aunque no lo dicen,
porque no pueden hacernos pagar 10 euros por un tarrito de aceite”, ironiza.
Deja claro, también, que el punto de humo, la temperatura con la que se quema
el aceite, es la más alta en el de oliva, por lo hablamos del más resistente.
Aquí, hace referencia a Japón por primera vez, uno de los principales destinos
de sus exportaciones, ya que allí tienen presente el interés del aceite de
oliva a la hora de freír la tempura.
Entra la conversación, poco a poco, en el molino clásico,
rodeado en la sala anterior por tinajas con medidas castellanas ya perdidas. La
arroba, la panilla, la taza, nos hablan de otro tiempo. En ese tiempo y en el
presente se tritura, en esa antigua casa de labranza, la aceituna con el hueso
a través de una grandes piedras de granito marcadas con pequeñas encisiones
realizadas por artesanos de la piedra. El hueso es recomendable dejarlo, según
Núñez de Prado, porque aporta textura y consistencia al aceite. Posteriormente,
al prensar la masa resultante, de la que se extrae agua vegetal negra y el
propio aceite, se separa sólido de líquido. Pero para ello, la aceituna debe de
estar negra. Las últimas lluvias de octubre han retrasado la campaña.
Tras pasar muchas veces la piedra gigante de granito sobre
la aceituna y crear la pasta, la aceituna pasaba a la prensa. Sin embargo, la
casualidad, o la sabiduría de quienes trabajaban en la prensa del aceite,
permitió descubrir al Marques de Acapulco un sistema de preprensado, un filtro
tubular, que permite extraer la flor del aceite, un 5% del líquido que sale de
la aceituna casi sin presión, tras una separación natural de la pasta de
aceituna. “Para un litro de esta quintaesencia, no hace falta menos de 11 kilos
de olivas”, explica la revista Marianne en un artículo dedicado a Núñez de
Prado.
Posteriormente, se pasa a una prensa hidráulica con capachos
de plástico alimentario, antes de esparto, donde se juntan 1000 kilos de pasta
de aceitunas en capas de 10 kilos separadas por esas capas plásticas y se
prensa a 400 atmósferas durante 50 minutos. De ahí sale el líquido que contiene
el agua vegetal y el aceite, que posteriormente se separarán en un sistema de
decantación natural por pozos interconectados, que permite que el agua quede en
los primeros pozos y el aceite pase a los siguientes. De ahí, el zumo de la
aceituna, ya puro, pasa a su almacenamiento y el agua vegetal sirve, en este
sistema de agricultura ecológica, como abono. Los huesos, por su parte, se
usarán para el limpiado de la piedra de iglesias y catedrales.
El último paso, tras realizar el maestro de molino una
mezcla adecuada de especies de aceite según su variedad de aceituna, es el
embotellado en cajas y botellas numeradas. El objetivo es permitir controlar la
trazabilidad de forma que se pueda saber qué caja y qué botella va a cada
mercado. El Núñez de Prado es un aceite a base de las variedades picual, que le
transmite más antioxidantes, y picuda, que porta más delicadeza y un aroma más
fino.
Es un aceite que resulta amargo en boca, picante en garganta
y afrutado en nariz, que se debe servir a 28 grados en una cata de aceite.
Según lo definía El País en una cata de 1996, donde lo seleccionó como el mejor
de todos, es “de aroma intenso, con frutosidad explosiva, gusto pleno,
balsámico, final ligeramente amargo y punzante”. El experto Joël Robuchon
recomendaba probar este aceite “único que parece a varios de los mejores
aceites entre la picual, por el cuerpo, y la Hojiblanca por la
delicadeza”, con tan solo un poco de pan. Núñez de Prado, por su parte, habla
de una naranja con miel y aceite.
Finalmente, para “educar” a los visitantes, aclara el
concepto de la acidez: el ácido oleico con el que cuenta el líquido. “Si se
dispara la acidez es que no es aceite de oliva virgen extra y que no es de
calidad. La acidez es un indicativo de calidad, un medidor que debe de estar
entre 0,2 y 0,5. En 0,1 se jabonifica.
Concluye con esta explicación su propósito inicial de
“explicar” el aceite y educar en la cultura del mismo, contar la historia de su
familia, el proceso de producción y pasear, sin quererlo, por muchos lugares
del mundo donde ha ejercido como diplomático (aclara que es de la misma
promoción que Moratinos) y como exportador de aceite andaluz.
martes, 6 de noviembre de 2012
Demostración de Sosa. "Queremos tenerlo todo"
Si el detective Pepe
Carvalho volviera al tajo, se encontraría una Barcelona deprimida por los
recortes y la corrupción de sus políticos y empresarios, pero eufórica por su
equipo de fútbol y su cocina. Mientras el país regresa al pasado, sus recetas
de cocina tendrían que mirar hacia un futuro que quizá su autor, Manuel Vázquez
Montalbán, si no vio, no pudo jamás imaginar. En sus momentos de melancolía y
olvido, el trance chamánico que para el detective supone cocinar, se volvería
futurista. Muchos de sus nuevos platos estarían marcados, sin duda, por la
impronta de Sosa, una empresa barcelonesa que aspira a “tenerlo todo”, en
palabras de Óscar F. Albiñana, su cocinero de cabecera o, en lenguaje más
futurista, asesor técnico.
Para tenerlo todo, Sosa ha pasado por una larga evolución
que llevó a esta empresa de los turrones y nieblas de sus comienzos a la
heladería, los preparados de helados, las pastas puras de frutos secos y, la
ciencia en matrimonio con la cocina: los liofilizados (ultracongelados a los que
se extrae el agua por presión), la fruta picada liofilizada, sales de origen,
azúcares, aromas y productos para cocina molecular.
Esta evolución destila la influencia de Ferrán Adriá, el
loco de la cocina que acabó cerrando de éxito su restaurante de Roses, El
Bulli. El gran gurú de la cocina española, el icono universal del liderazgo
mundial de la cocina española, es la inspiración de Sosa, y lo deja claro
Albiñana: “Queremos democratizar los ingredientes de Adriá”. Es decir, que todo
el mundo pueda tener un pequeño bulli en su casa.
Según el propio asesor de Sosa, las demostraciones
culinarias que realiza, para incluir todos sus productos, pueden durar tres
días. En la muestra que realiza en la Escuela de Hostelería el 29 de octubre deja
algunas de las técnicas que permiten tener a Adriá en cualquier cocina:
esferificaciones, gelificaciones calientes, aires, espumas, solidificación de
líquidos. Un abracadabra entre químico y alquímico. http://www.youtube.com/watch?v=c8gTXUFggJE
El primero de los ingenios comestibles es un Dry Martini
aéreo: 200 gramos
de ginebra, 210 de agua, un poco de Martini para perfumar la mezcla y 3 gramos de sucro emul, el
aliado alquímico que convierte la mezcla, pasada en frío por la túrmix, en una
espuma alcohólica que lleva el líquido a estado entre sólido y gaseoso.
Albiñana lo acompaña con polvo de oliva. El ingrediente secreto es un
emulsionante con lecitina de soja que emulsiona con un líquido, convirtiéndolo
en una espuma estable. “Para conseguir el efecto buscado, la túrmix y el bol no
han de moverse”, confiesa el cocinero.
La siguiente receta-artefacto explota en la memoria como un
guiño a la infancia: una tostada de aceite y azúcar en un formato 2.0, ya que
entra en escena el Glicemul, un emulsionante derivado de las grasas que se
disuelve en caliente, a unos 60º, que permite crear texturas sólidas con grasas
vegetales. En este caso, son necesarios 100 gramos de aceite y 6
de glicemul. Con la mitad del aceite en el baño maría se añade el aceite frío y
el glicemul, emulsionando con túrmix. Tras seis horas de nevera, el resultado
es una mantequilla de oliva. Se presenta sobre regañás con azúcar de chocolate.
Y a regresar a la infancia.
Y de un viaje en el tiempo, a otro en el espacio. El
emulsionante en pasta permite, incluso, emulsionar agua y aceite sin que se
separen, creando emulsiones con mucha estabilidad entre elementos no miscibles
entre sí que sólo se puede desestructurar con temperaturas elevadas. El ejemplo
esta vez es una mahonesa de frambuesa, que va acompañada de crudites de manzana
(reservadas en agua con ácido ascórbico para que no se oxide ni coja el sabor
del limón, la opción más natural) que van en un cucurucho que recuerdan al
plato bandera de Holanda, las patatas fritas con mahonesa, pero incluyendo el
verde de sus jardines y el rojo de las luces de Amsterdam. A los 150 gramos de puré de
frambuesa se añade 100
gramos de aceite de oliva y 50 de girasol, 1,5 de
emulsionante en pasta y 15 de grelcrem Fred, el primero provoca la unión y el
segundo el cuajo y la textura espesa.
Y de Holanda, el paladar viaja a Italia a través de uno de
sus quesos más reputados: la mozzarella, y de una de las hierbas frescas más
usadas en su cocina: la albahaca. El plato que protagonizan es una chaud froid
tibia de albahaca con mozzarella y frambuesa. El gelificante vegetal, más
elástico que el goma gellant pero con menos aguante, ya que a los 65 grados se
empieza a fundir, es la clave de bóveda de este plato. Se hace el recubrimiento
de las minimozzarellas con un gel de albahaca y se empolva en frambuesa. Para
la receta son necesarios 175
gramos de agua, 90 de azúcar, un manojo de albahaca y 10 gramos de gelificante
vegetal. Se hierve el agua con azúcar durante tres minutos y se añade la
albahaca, triturándose y colándose después. Después se suma el gelificante y se
vuelve a hervir removiendo y espumando. La presentación es con la mozzarella
rodeada del gel de albahaca y pinchada en una pipeta de aceite de oliva, todo
ello sobre una cama de polvo de frambuesa.
El siguiente plato de la demostración es un engaño para los
ojos: una yema de huevo que, sin embargo, es una esfera de mango cuyo es
líquido. Puro juego, puro engaño, pura sorpresa. El plato tiene dos fases. La
primera es la fabricación de bolas heladas de mango con 450 gramos de puré de
mango y 50 de agua mineral. La segunda es un recubrimiento a base de 25 gramos de gelificante
vegetal, 400 gramos
de agua mineral y 100
gramos de almíbar. El relleno, la segunda fase, se cuece
hasta ebullición, se retira del fuego y se baja hasta una temperatura de 80
grados. Se desmoldan entonces las semiesferas de mango del molde de silicona y
se pinchan con una aguja de jeringa, sumergiéndolos a continuación dentro de la
gelatina caliente durante dos segundos. Una broma genial.
Otro juego es el espagueti de tomate. Los clásicos espagueti
con tomate concentrados en un solo hilo gelatinoso con forma de espagueti y
sabor a tomate. Para conseguirlo son necesarios 40 gramos de polvo de
tomate, 500 gramos
de agua, sal red alae y 25
gramos de gelificante vegetal en polvo. La mezcla de
todos los ingredientes se lleva a ebullición sin dejar de remover y la mezcla
se pasa por una goma donde el líquido gelatiniza inmediatamente, bajando su
temperatura dentro de agua fría. El tuvo se llena lentamente y del otro extremo
aparece el compendio de todo un plato en un fino hilo. Sobre él, un huevo de
codorniz completa la presentación.
Al igual que en el caso de la yema de mango, otro plato que
no es lo que parece es el falso huevo pochado. Con 500 gramos de agua, 5 gramos de fondo de
pollo, 50 gramos
de albúmina y 30 de gelcrem frío, así como una yema de huevo entera, se crea un
huevo pochado con una yema de verdad y una clara con sabor a pollo que es clara
y no lo es. Las posibilidades de esta receta, con otros aromas, son infinitas.
El proceso es triturar los ingredientes juntos (excepto la yema), forrar con
papel film bien aceitado el interior de un baso de 100 ml y llenar con 40 gramos de mezcla. Se
inserta la yema en el centro y se cierra el film, cociéndolo a 80 grados
durante diez minutos.
Si el ingenio de la ciencia permite que un huevo no sea un
huevo, aunque lo parezca, también una hamburguesa puede no serlo. Ocurre con la
hamburguesa de verduras con aroma de orégano, en la que se usa el gelburguer
para compactar en un sólidos los ingredientes de un pisto. Con 100 gramos de calabacín,
la misma cantidad de pimiento rojo, verde y cebolla, cortados en brunoisse, así
como 25 gramos
de tomate rallado, que aportan el líquido que permite al gelburguer aglutinar
el resto de elementos, 1 cucharada de azúcar y 7 gramos de gelburguer se
consigue este efecto. Se cuecen las verduras por separado y se rehoga la
cebolla, se mezcla todo y se espolvorea el gelburguer, añadiendo el tomate
rallado y el azúcar. Necesita un cuajado de 60 minutos en nevera y un marcado
final en plancha con un poco de aceite.
Y para terminar de despistar a Carvalho, uno de los grandes
platos caseros de España, la tortilla, con setas, pero hecha esferas. Para
conseguir este efecto galáctico en un plato tan terrenal, se hacen tres huevos
revueltos, 100 gramos
de leche, 5 gramos
de setas en polvo, sal, pimienta y 5 gramos de gluconolactato. Se trituran todos
los ingredientes, que serán parte del relleno, y los del baño: 500 ml de agua
mineral, 50 gramos
de yema de huevo y 2.5 de alginato. Se sumerge una cucharada de relleno en el
baño y se escurre. Las falsas tortillas se calientan ligeramente en el horno a
150 grados durante cinco minutos. La esferificación inversa está lista.
Para acabar la presentación de este blade runner culinario,
dos golosinas: la esponja de mandarina y el courant de chocolate con gelatina
de frambuesa. Para el primero se usan 400 gramos de zumo de
mandarina y 40 de limón junto a cuatro gotas de aroma natural de mandarina y 60 gramos de almíbar
base, así como 35 gramos
de instangel. Se trata de un gelificante muy elástico que sustituye a las hojas
de gelatina, se aplica en frío y actúa en unos 20 minutos. Necesita agua y es
termorreversible. Se mezclan los ingredientes con el túrmix y se dejan
gelificar en la nevera. Después, se monta en la batidora con las varillas unos
20 minutos para que esté muy esponjosa y aireada, se vuelve a enfriar y se
sirve.
Para acabar, el courant de chocolate con gelatina de
frambuesa, realizado con la ciencia, la magia o la alquimia del goma gellan, un
gelificante que se aplica a alta temperatura y resiste temperaturas de hasta 80
grados. Requiere 300
gramos de puré de frambuesa, 200 de almíbar y 10 gramos de goma gellan.
Se mezclan los ingredientes y se calientan hasta ebullición, mezclando sin
parar durante un minuto a fuego lento. Se dispone en una placa en una altura de
un centímetro, enfría, se endurece y se corta en barritas. En la masa del
culant se introduce una barrita y se cuece a 170 grados durante 15 minutos. Una
vez frío se desmolda.
El efecto de todos estos ingredientes es una innovación que
abre infinitamente las posibilidades de juego y de sorpresa en la cocina,
siempre que se usen sin sobrecargar…no vaya a ser que Carvalho salga corriendo
hacia los mares del sur.
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